sábado, 20 de agosto de 2022

EL ARBOL




Hay momentos en los que la vida nos quiere dar una suerte de reporte. Una lista de cosas que han pasado como si se tratase de un chequeo rápido. Para muchos, ese momento suele suceder en medio de un acontecimiento impactante, como la muerte de alguien querido, tras un diagnóstico médico desfavorable, o en ese medio segundo antes de inevitablemente estrellarse contra un parabrisas en un accidente de auto. Es curioso que nos pase la película de nuestra vida siempre en momentos traumáticos si vale llamarlos de alguna manera. Al menos eso pensaba Antonio aquel dia cuando caía de un árbol a unos 10 metros de altura cuando la cuerda que lo sujetaba se rompió y le dejó a merced del vacío que se encontraba bajo sus pies.

 

Cuando la cuerda se rompió Antonio supo que aquello iba a ser definitivo. No había nada que hacer, y aun asi, su instinto de supervivencia le llevó a estirar los brazos hacia la nada, buscando vanamente asirse de cualquier cosa. 


Aunque hay varias teorías físicas hoy en dia, la mayoría de la gente conviene, para no importunar, que existe la fuerza de gravedad, y que su velocidad de atracción hacia la tierra es de unos 9.8 metros por segundo. Antonio caia de 10 metros, lo cual implica que su caída duró apenas unas milésimas más de un segundo. Sin embargo, desde el momento en el que la cuerda se rompió, el tiempo simplemente se detuvo. Pudieron ser miles de segundos, incluso meses lo que duraba esa caída. Einstein decía que el tiempo es relativo al observador, y definitivamente en este caso eso aplicaba. En ese momento de suspensión en el aire, Antonio tuvo tiempo para darse cuenta que la cuerda se había roto por su propia imprudencia. Hizo volver el tiempo como en una película hasta el momento en el que soltó su cuerda de seguridad y se dispuso a bajar solo con la cuerda de ascenso aun sabiendo que era la menos resistente y que está apenas sostendría su peso. Se arrepintió por aquella decisión y supo que pagaría el precio por su descuido indolente. 


Tuvo tiempo para ver todo a su alrededor. Analizó la distancia a la que estaba el árbol de su cuerpo en caída libre. Demasiado lejos para alcanzarlo. Apenas unos centímetros más cerca hubiesen servido para evitar la caída, pero no era eso lo que tenía planeada la providencia. Pudo incluso mirar hacia atrás para ver qué tan lejos estaba del suelo y tratar de planificar alguna manera de caer que no fuera tan abrupta, pero la cosa con las caídas libres es que realmente no se escoge como caer.

 

Como en un video de musica techno, Antonio pudo ver como el árbol se alejaba de él en una suerte de estiramiento, como si pasara por un cono de luz. Ahi, su vida pasó frente a sus ojos. No podía creer que tras tantas cosas vencidas, aquel fuese el final del viaje. Antonio sabía que llegado este momento, el viaje de la vida estaba llegando al fin.

 

Es curioso que es en este tipo de momentos cuando nos da por evaluar lo que realmente es importante. Antonio se dio cuenta que lo importante no era nada de lo que le rodeaba. Pero no se sorprendió. Esta no era la primera vez que Antonio enfrentaba ese filo entre lo que pensamos que es el último momento y la oscuridad. Esta era al menos la tercera vez que transitaba este preámbulo, aunque ciertamente esta era la más intensa de todas. Todas las veces su conclusión había sido la misma: lo importante no es lo que nos rodea, sino lo que vendrá. Le parecía que lo importante era el futuro. Lo importante era saber que su hija estaría a salvo y feliz, incluso sin él, aunque nada le podría hacer más feliz que verla crecer, al menos un poco más. Lo importante era saber que los suyos estarían bien. De muchas maneras se sentía responsable de que ese futuro llegara para poder irse en paz. Quizá ese era su destino, su razón de existir. Es muy extraña la vida sin un motivo para ser. Quizá estaba equivocado y no era responsable de nada de eso, pero ¿cómo podía simplemente dejar de sentirlo?

 

Antonio había sufrido de ansiedad desde siempre, aunque no lo supo hasta bien entrado en los cuarenta y tantos. Se preocupaba por lo que había pasado, lo que estaba pasando y lo que pasaría. Eso le sucedía en todo momento. Calculaba todo pensando en el peor de los resultados siempre para ir un paso adelante y saber cómo resolver cualquier problema que pudiese suceder antes de que sucediera. Esa manera de pensar respecto a todo le hacía vivir en una tripartita temporal simultánea que agotaba su psique de manera constante. Ya había tenido varios episodios de colapso anteriormente. Ataques de panico, le llamaban. Episodios terribles de colapso nervioso que le recordaban lo frágil de la vida y lo fácil que sería simplemente dejar de existir. Le atormentaba tener que dejar de existir de pronto, y sin embargo, ahi estaba, cayendo en el vacío hacia el duro suelo, de espaldas e incapaz de hacer nada al respecto. Que absurdo había sido que de todos los futuros que predecía, no hubiera visto este. O quizá sí lo había visto y simplemente tentó a la providencia jugando a que esta posibilidad no sucedería. Pero de todas las posibilidades, esta fue la que sucedió.

 

Antonio fue músico. Había tocado el violin por casi dos décadas y se había destacado un poco en el campo orquestal. Había sido locutor de radio a los veinte años de edad, había trabajado en televisión por más de 12 años y había alcanzado cierto éxito en el medio. Había hecho teatro, ceramica, cantaba, tocaba la guitarra, hablaba dos idiomas, había escrito un libro y estaba en cierto nivel orgulloso de haber logrado algunas cosas en la vida, aunque siempre se reprendió a sí mismo por estar orgulloso de cualquier cosa. Sentía que estar orgulloso era ser soberbio.


Su lucha interna nunca cesaba. Se sentía merecedor de algunas cosas, y al mismo tiempo se reprendía por pensar así, sabiendo que el mundo no se movía por merecimientos sino por esfuerzo y sacrificios. Aun así, de vez en cuando cuando el ruido de la ansiedad le dejaba en paz por algunos segundos, y entonces se dejaba llevar por el sueño de que quizá la vida nos premiaba de vez en cuando por ser buenos, por ser trabajadores, por nuestros esfuerzos, como si hubiese una suerte de supervisor invisible que nos premia por nuestra forma de ser o pensar. Era un absurdo, lo sabía, pero llegó incluso en unos algunos de aquellos breves descansos de un segundo en su mente a hablar con ese universo invisible que podría regentar o no el destino de todos a pedirle perdón por su soberbia y a agradecer lo que tenía, como si fuese un regalo de un Dios invisible que nos juzgara constantemente. Casi podría decir que Antonio tuvo momentos en los que rezó a este Dios. Siempre se podia estar peor, y a pesar de las dificultades, había logrado superar todo para llegar al hoy. A veces, ese agradecimiento le traía paz, al menos por un momento. A veces se permitía incluso sonreír. Hacía tiempo que no sonreía.

 

Estaba casado con una mujer hermosa y maravillosa que le apoyaba en todo lo que se le ocurriera, incluso si era una locura a los ojos de muchos. Junto a ella había superado más de dos decadas de vida, en la que habían tantas historias que contar que ya ni él mismo podía recordarlas todas. No habría cambiado su destino junto a ella jamás. Si la vida le había premiado con algo, era con ella justamente. En dos decadas juntos, no había pasado un solo día en el que no se declararan amor. Y aunque en ese tiempo habían tenido sus momentos grises, no hubo jamás una noche en la que Antonio prefiriera no dormir a su lado. La seguía mirando como cuando la conoció. A veces le sorprendía que fuese así. Dos decadas despues, aún seguía enamorado perdidamente de ella.

 

Pero no era su esposa la única mujer de su vida. Había un pilar fundamental más allá de toda cosa existente y que le movía a seguir adelante aunque ya sus pasos perdieran el impulso por el cansancio del camino: su hija. En ella pensaba siempre. Imaginaba que sería la mujer mas feliz del mundo, porque a sus ojos no merecía menos. Haría lo que fuese necesario para que su hija fuese siempre felíz. Lo que fuera.

 

Antonio no era supersticioso, ni religioso, pero si alguna vez pidió algo a un ser superior fue siempre que los suyos fuesen felices y se mantuviesen a salvo de preocupaciones y dolor. Estaba dispuesto a intercambiar su alma en una eternidad en el infierno a cambio de la paz para los suyos. Se dio cuenta que quizá había llegado el momento de hacer ese intercambio si era posible. El momento había llegado. No temía a la muerte en sí. Temía a la vida que le podría esperar a los suyos sin él a su lado para escudarlos de los golpes que la divina providencia disfruta darle a los vivos por simple ley. Había quienes decían que cada golpe nos enseña algo. Otros dicen que cada golpe nos prepara para ser más fuertes. Antonio no coincidía con ninguno, y pensaba que simplemente la vida sucede sin razón en particular y que cada golpe es simplemente eso. Un golpe sin razón ni motivo. Pensar que los suyos tendrían que enfrentar esos golpes sin él para amortiguarlos le resultaba la peor de las torturas. No podía irse así nada más! y sin embargo, ahí estaba, a una fracción de segundo de partir a quien sabe donde, si es que había a donde ir después de este plano.

 

El cono del árbol alargándose de pronto se detuvo. Al hacerlo, un implacable silencio se hizo con el mundo que le rodeaba. No había ni un simple sonido. Los colores se avivaron hasta casi hacerse fluorescentes por un momento, y lo que había sido un cono alargándose, de pronto se expandió como sobre un plato. La imagen de pronto volvió a contraerse hasta volver a la normalidad. Como si viese al mundo reflejado en una gota que cae y luego se une a la masa de líquido más grande sobre la cual aparece de nuevo el reflejo sin distorsión. 


Pasaría una fracción minúscula de segundo desde el momento del abrupto aterrizaje de Antonio sobre la dura superficie del suelo hasta que volvió todo a la normalidad. 


Antonio no cerró los ojos nunca. Se limitó a respirar y a mirar el árbol, ahora inmenso a sus ojos. Se percató que milagrosamente, tras varios segundos, podía respirar. No intentó hacer nada más que estar vivo. Respiraba. Miraba la escalera de 10 metros sobre él y por la que sabía la altura de la que había caído. Era inmensa. Miraba la cuerda rota oscilando de un lado a otro sobre su cuerpo en el suelo. Se veia tan lejana. Movió entonces un pie, y jugó a mover los dedos dentro de aquellas pesadas botas de trabajo. Los sintió. Antonio recordó que esto significaba que no había tenido daño medular. Respirar y poder moverse le tranquilizó, y de alguna manera supo que aquello había sido simplemente un milagro. 


Pensó que el golpe no había pasado de ser un golpe y agradeció la oportunidad de poder seguir en este plano para volver a dormir junto a su esposa y seguir abrazando a su hija... pero cuando intentó incorporarse, un dolor que jamás había sentido ni imaginado le abrazó de manera inmediata. Aquella caída no habría de pasar desapercibida en su historia. El disco lumbar 3 de su columna, o vértebra L3 se había partido en tres aunque él no lo sabía aún.

 

Pasaría un rato antes de que llegara la ayuda a donde estaba. Para entonces, Antonio había reptado como podía hasta varios metros más allá de donde había caído buscando inútilmente ponerse de pie asiendose de una cerca perimetral.


Buscó de varias maneras una posición donde el creciente dolor se apaciguara, aunque no encontró ninguna. Para cuando su esposa lo fue a recoger de aquella penosa situacion, Antonio intentaba disimular su dolor con breves chistes e incluso burlándose de sí mismo y su caída, que aseguraba no había sucedido para no preocupar a su esposa, a la que había jurado que solo era víctima de un repentino lumbago. Le había llamado por teléfono para pedir ayuda. por suerte, en el bolsillo de su pantalón aún estaba el teléfono celular.

 

Tras una hora en el suelo, esperanzado en que unos minutos de descanso tras el trauma del golpe le ayudarían a recuperarse se dio cuenta que no había más opción que ir al hospital. Con la ayuda de su esposa y la cerca, contra todo pronóstico, Antonio se puso en pie, pálido por un dolor inenarrable en su espalda, pero con la inamovible decisión de llegar a su vehículo, y caminó. 


Tras los primeros pasos se dio cuenta que uno de sus pies estaba absolutamente desalineado respecto al otro y que apenas podía levantar una pierna. Aun asi, avanzó hasta cruzar los treinta o cuarenta metros que lo separaban de su vehículo. Se dio cuenta que manejar sería imposible, y entonces aceptó entrar en otro vehículo para ser trasladado. Pidió ser llevado a casa. Tuvo que acostarse boca abajo en el asiento trasero. No podia moverse, y aun así, insistia en ir a casa.

 

En su ansiedad y miedo por lo ocurrido, Antonio esperaba que aquello fuera sólo una advertencia del regente invisible del universo para recordarle que podría arrebatarle la existencia en un chasquido si quisiera. Agradecía a ese regente invisible, si existía, que le hubiese dado otra oportunidad para redimir sus pecados. Pero aquello era más que una advertencia. Necesitaba un hospital.

 

Después de varios traslados, exámenes e imposibles movimientos que alcanzaron los picos de dolor más altos que jamás había conocido, Antonio finalmente se encontraba en una habitación de hospital, inmóvil como jamás había estado y ahora sí, sabiendo que su columna estaba partida. Imaginaba que aquello le dejaría inevitablemente inútil para siempre. Uno de sus terrores de vida era justamente una fractura de columna. 


Su ansiedad crecía cada vez más, pues todo el mundo a su alrededor no dejaba de sorprenderse al conocer de su caída y aseguraban que simplemente sobrevivir había sido un milagro. Tuvo que repetir innumerables veces aquella caída a todo el que le rodeaba. Revivió el momento miles de veces por hora. No es grato pensar en lo cerca que se estuvo de la muerte.

 

Los médicos le dijeron que en pocos días sería sometido a cirugía, y que un robot se encargaría de colocar de manera ultra precisa los 12 tornillos correspondientes a las 2 placas guías que reconstruirían su vértebra L3 sin tocar el túnel de nervios que peligrosamente se encontraba cerca y que de tocarlo podría dejarle inválido de por vida. ¿No es acaso gracioso, en un mal sentido, la manera en la que los médicos dan noticias a sus pacientes?


Sabiendo ahora todo esto, Antonio no podía dejar de pensar en los suyos. Su padre, lejos, se suponía que llegaría en unos días. Habían estado años separados, y ahora  esperaba que este fuese un reencuentro feliz. Pero para su desdicha ahora lo encontraría inválido en una cama. Inútil, debil, triste. 


Su hija no podía visitarlo. Una infame pandemia mundial impedía que le dejaran ingresar a verle por ser menor de edad. Tampoco Antonio deseaba que su hija le viese en aquel estado deplorable. Se avergonzaba de haber sido tan estúpido y haber puesto en riesgo su vida cuyo único motivo de existencia era ser el gladiador que la protegería ante todo. Y ahora estaba ahí, en una cama, sin poder moverse ni un centímetro. ¿Cómo podría entonces defenderla del mundo?. ¿Que pasaría ahora? Todo este desastre era su culpa. Su madre, se inmolaba en una silla junto a él cuidandole en todo momento. No quería dejarlo solo, y Antonio se sentía culpable de su dolor, de su angustia y de su cansancio. Su hermana, sin dudarlo, se hizo con todo el control de lo necesario para que la vida mundana y las responsabilidades de Antonio siguieran lo más normal posible. Ella se encargaría de pagar cuentas y llevar adelante la casa mientras fuese necesario. ¿Cómo podía haber sido tan estúpido? Maldijo mil veces aquella cuerda y su absurda decisión de usarla. Se maldijo a sí mismo por su falta de sentido común. Soberbia. Eso era lo que siempre le castigaba. Había pensado que de todo lo que podría pasar al soltar las cuerdas, una cuerda rota no le tocaría a él, el arborista sin experiencia. Así de soberbio había sido. Pecado capital. Ahora se convertiría en un peso para los suyos. 

 

Pero esas ideas de autocastigo también colapsaron frente a pensamientos de agradecimiento con el regente invisible, cuya inagotable bondad y paciencia le habían regalado la oportunidad de aún seguir vivo para seguir. O quizá aquello era su castigo: seguir vivo e inútil para ver cómo todo se derrumbaba frente a sus ojos sin poder hacer nada.

 

Un mar de gente le hizo saber que era querido. No sabía que había tenido tanto impacto positivo en tanta gente hasta ese momento. Aquello le conmovióo enormemente, porque no se sentía merecedor de aquel amor que recibía. Antonio nunca se sentía merecedor de las cosas buenas. Por alguna razón, siempre sintió que lo malo y el castigo era en cierta forma lo que merecía, y que la manera de limpiar su alma, si aquello era posible, era justamente por medio del martirio. Merecía lo que le sucedía, pero solo si era algo malo, y si sucedía algo bueno, no era por que lo mereciera, sino porque lo merecían quienes le rodeaban, por lo que él solo era un aprovechador de las circunstancias. 


Antonio no sabía cuales eran los pecados que había cometido para merecer el martirio, pero de alguna manera estaba seguro de que lo merecía.

 

Eso es lo que sucede con la depresión y la ansiedad. No se puede cambiar. Quien la sufre simplemente «siente» todo esto, y aunque trate de cambiarlo por conciencia, por pensamiento, por razón, simplemente no puede. Es como tratar de respirar debajo del agua. Por mucho que lo intentes y trates de hacerlo de la manera más tranquila posible y razonandolo de la mejor manera, simplemente al tratar de hacerlo el agua entra en tus pulmones e inevitablemente te ahoga.

 

Antonio sufría de esto sin saberlo por años. Ahora sabía que lo sufría e intentaba manejarlo. A veces lo lograba y otras no. Eran más las veces que no lo lograba a decir verdad. Y ahora esto.

 

Hacía bromas mientras estaba en cama. Las horas se hacían imposiblemente largas. Esperaba la cirugía para simplemente irse a casa. Ver a su hija era lo que más quería. Abrazarla y decirle que todo iba a estar bien. Le angustiaba pensarla triste, o preocupada. El mundo debía ser perfecto para ella. Para eso estaba Antonio, su guerrero, su Atlas... no dejaba de imaginar maneras de funcionar siendo inválido.

 

Cuando llegó el día de la cirugía, Antonio vio como le colocaban un líquido en una de las vías de su brazo izquierdo. Era parte de la anestesia. Iba a preguntar cuánto tardaría en hacer efecto, pero no tuvo tiempo. Fue un parpadeo. Al abrir los ojos de nuevo, ya estaba en el cuarto de regreso. 12 tornillos y dos placas de acero ahora unían cinco de sus vértebras y la L3 fracturada había sido reconstruida. Volvería a caminar. 


Al siguiente dia de la cirugía caminó, aunque en medio de un dolor casi indescriptible. Un dolor mucho mayor a cualquier otro dolor que hubiese experimentado antes. Mayor incluso incluso al que sintió cuando caminó desde el suelo hasta el vehículo que lo trajo al hospital aquel terrible día. Mucho mayor era este nuevo dolor. El cirujano había ordenado que se levantara y caminara de inmediato.

 

Debía levantarse de la cama por si solo. Sin ayuda. Luego debía ponerse de pie y dar varios pasos. Las terapistas solo le ayudarían sosteniéndolo con una correa al cinto para prevenir que cayera al suelo en caso de desmayo. Una fría caminadora clínica de aluminio le ayudaría a sostenerse, y entonces Antonio se dio cuenta que aquello iba mucho más allá de sus fuerzas, y desesperado por el dolor al intentar moverse un solo centímetro de la posición en la que estaba en la cama dijo con hilo de voz a las terapistas que simplemente no podía... Una de las terapistas, una hermosa joven de no más de veinte y tantos años se conmovió al ver el dolor de  Antonio y no pudo evitar mostrar unas lágrima asomarse a sus ojos. Pero la jefa de terapia, una mujer mucho mayor y con mucha más experiencia miró a Antonio de manera inmutable. Le dijo que no se irían hasta que se levantara, y que de no hacerlo, ella misma lo levantaría. La sola idea de tener que soportar el dolor causado por aquella enfermera moviéndolo sin compasión aterrorizó a Antonio más que cualquier cosa.

 

Se esperaba que como muchos otros pacientes, Antonio se desmayara al intentar levantarse. Por eso las correas de seguridad. Esperaban incluso que sus esfínteres no soportaran el dolor y lo expusieran de manera vergonzosa al intentar apenas dar un paso. Se esperaba que gritara a cada paso tratando de aplacar el dolor insoportable... pero Antonio sabía que el dolor era su castigo y su martirio muy bien ganado, como siempre... Era lo que el mundo le daba y era lo que merecía por alguna razón. Si había que enfrentar el dolor para limpiarse, lo haría sin darle el gusto de verlo vencido, y así, blanco en la tez por el indecible dolor, Antonio se levantó y dio los pasos que se le pidieron. Caminó hasta una silla, se sentó, permaneció en ella por una hora y luego se levantó una vez más para regresar a la cama. Lo hizo todo sin gritar, sin derramar una lágrima de dolor, sin desmayarse y sin perder el control de sus esfínteres, como todos esperaban. Sus brazos temblaban con cada paso tratando de sostener el peso de su cuerpo en la caminadora para aminorar el dolor de la espalda. Su piel palideció casi al blanco de una nube, y su cuerpo entero se cubrió de perlado sudor frio mientras su tensión sanguínea bajaba a cada segundo de el espantoso recorrido. Mirando a los ojos a su verdugo, Antonio hizo todo lo que se le pidió. Más tarde, la terapista confesaría que esperaba que no lo lograra. Esperaba que como todos, se desmayara.


Al día siguiente Antonio lo volvió a hacer, esta vez por más tiempo y caminando más que el anterior. Al día siguiente repitió la rutina, nuevamente con más distancia y más tiempo en la silla. El dolor no cedía, pero Antonio estaba decidido a hacer lo que fuera para salir de aquella habitación y mostrarle a su hija, a su esposa, a los suyos, que su guerrero aún podía luchar por ellos un poco más. Esa era su motivación. Y así llegó el día en el que le dieron de alta. Por fin.

 

Esa noche llegó a casa de su madre. No podía valerse por sí mismo, y su madre, como una santa, se dedicó a su cuidado como sólo una madre puede hacerlo. Su hermana había movido cielo y tierra para hacer que todo funcionara bien mientras Antonio seguía inválido. Le había conseguido una cama clínica y todos los accesorios médicos existentes para hacerle la vida más cómoda, si es que eso es posible. Aquello podría extenderse por meses.

 

El padre de Antonio venía en camino. Un camino peligroso para recorrer y al mismo tiempo esperanzador. Ya Antonio casi se había convencido de que él y su padre no se encontrarían de nuevo en esta vida, pero ahí estaba ahora, esperando su llegada inminente en cuestión de horas. Habían tenido que pasar tantas cosas para que pudiesen ver a la familia reunida una vez más... y entonces Antonio durmió esa noche esperando el nuevo día...

 

Cuando la luz del sol entró por la ventana y le despertó, Antonio se encontraba en una cuarto extraño. No reconocía el lugar. Le dolían los ojos por la luz y todo estaba borroso. Intentó mover sus piernas con cuidado para evitar el dolor y se dio cuenta, no sin sorpresa, que podía moverlas sin dolor alguno, aunque de manera muy torpe. Intentó reconocer algo de lo que le rodeaba y se sintió repentinamente muy acelerado. la ansiedad le abrazaba fuerte. La respiración se le aceleró y sus pupilas se dilataron al máximo con una explosión de adrenalina que le hizo saltar de la cama.

 

Se encontraba ahora de pie en un lugar extraño. Se miró las manos y no las reconoció. Sus brazos, no eran los suyos. Sin entender lo que sucedía intentó explorar el cuarto con la mirada, con cuidado, con la esperanza de entender lo que sucedía. Al dar unos pocos pasos, un ruido le exaltó. Un paral con suero unido a una vía en su brazo izquierdo se había caído cuando Antonio caminó en dirección contraria. Se dio entonces cuenta de que estaba en un cuarto de hospital y que estaba aún conectado a toda suerte de aparatos. En ese momento las fuerzas flaquearon y no pudo mantenerse más en pie. El disparo de adrenalina de hacía unos segundos atrás había pasado y ahora las fuerzas le abandonaban tan súbitamente como habían aparecido. De inmediato, aparecieron varias enfermeras exaltadas para levantarle. Unas llamaban a otras y estas otras llamaban médicos con un sentido de urgencia que confundía a Antonio. Entre varias, levantaron su cuerpo y lo acostaron de nuevo en la cama. Fue en ese momento que Antonio se percató de lo delgado de sus extremidades. Su cuerpo no pesaba más que unas docenas de kilos. ¿Que estaba sucediendo? trató de preguntarle algo a una de las mujeres que le rodeaban, pero al tratar de hablar se dio cuenta que apenas podía hacerlo y que al tratar, lo invadía un fuerte dolor en la garganta. Era como si sus cuerdas vocales no respondieran en lo más mínimo. Minutos después, varios médicos le rodearon y comenzaron a revisar sus pupilas, sus reflejos, su respiración, sus latidos y le administraron toda suerte de medicamentos. Antonio, desesperado ante aquel mar de extrañas sensaciones tuvo entonces un ataque de pánico que terminó por dejarlo inconsciente.

 

Tras un rato, Antonio despertó de nuevo. Al abrir los ojos pudo ver un poco mejor  al notar que habían cerrado las cortinas de las ventanas y que le aplicaran unas gotas para los ojos. Le habían administrado también algunos medicamentos para bajar la ansiedad y calmarlo. Alguien le acariciaba el pelo y le miraba con ojos llenos de lágrimas. Sonreía, y al ver que despertaba, le abrazó fuerte al tiempo que daba gracias a Dios. Pero Antonio no reconocía aquel rostro.

 

La mujer que le abrazaba le llamaba José. «Mi amor, has vuelto!» le decía entre sollozos. Antonio le miraba desconcertado. Un médico le miraba desde el pie de la cama, sonriendo y alegre. «Bienvenido José» le decía mientras le miraba. «Esto debe ser muy confuso para ti en este momento. Y es lo normal suponemos. José, no pensamos que despertarías, por lo que estamos muy contentos hoy con tu recuperación», dijo aquel hombre de bata blanca y lentes de Carey. El médico difícilmente superaría los treinta y tantos años, y aún así, hablaba con una seguridad y autoridad impecables.

 

Antonio no entendía aquellas palabras, y aunque trató de hablar, no pudo. «No trates de hablar José», le dijo el médico. «Has estado en coma por casi ocho meses. Tus cuerdas vocales, así como todos los demás músculos de tu cuerpo están muy fuera de forma y les tomará un tiempo y mucha terapia volver a recuperarse. Por ahora, lo importante es que estás despierto. Por ahora quisiéramos comenzar de inmediato una serie de pruebas clínicas para revisar tus capacidades cerebrales. ¿Puedes entender lo que te digo?, parpadea tres veces si es así» dijo el doctor mirando fijamente a Antonio.

 

Antonio escuchaba aquello como si fuese una suerte de mala broma que alguien quería jugarle. Miraba a su alrededor, y aunque entendía todo, no podía reconocer a nadie ni el lugar donde estaba. Lo que recordaba era a su esposa, a su hija, a su padre viniendo a verle, a su madre sentada a su lado, a su hermana cuidando de todo...

 

«José, entiendes lo que te digo?, parpadea tres veces seguidas por favor si es así». Antonio le miraba y no entendía por qué le llamaban José. El médico le miraba fijamente, ahora un poco desconcertado y tomando notas en una carpeta. La mujer que le acariciaba el pelo lanzó un sollozo y claramente lloraba. «Lo siento señora Irene. Tras un coma por tanto tiempo era de esperar que sus funciones cerebrales sufrieran un daño grande». Entonces Antonio comprendió que lo que sucedía no era bueno, y tomando una bocanada de aire grande dejó salir un gemido suave... La mujer y el doctor le miraron. Él miró a la mujer a los ojos y con gran esfuerzo parpadeo fuerte tres veces. La mujer se enjugó los ojos inmediatamente con una fuerza revivida y miró a Antonio esperanzada y sorprendida, como quien reaviva una llama cuando el fuego se pensaba extinto en medio de una noche fría. «Mi amor, puedes escucharme?» preguntó la mujer casi en llanto. Antonio parpadeo tres veces nuevamente y la mujer ahora sonriendo de alegría le gritaba al doctor que su esposo le escuchaba... ¿su esposo?...

____________

 

Pasarían unas semanas. Tras terapias y muchas medicinas y ejercicios Antonio recuperaría un poco el habla y sus músculos fueron regenerandose hasta dejarlo dar algunos pasos nuevamente. 


Meses después, Antonio pudo comer relativamente normal una vez más y caminar mejor. Regresó a casa con su esposa y su familia y la vida volvió a ser normal eventualmente. Supo entonces que había sufrido un accidente que le había dejado en coma por varios meses y que casi se pensó que no despertaría nunca más hasta aquel milagroso día en el que efectivamente lo hizo.

 

Antonio, ahora José, no recordaba nada. No reconocía a nadie, ni la casa, ni a si mismo. Le habían dicho que le tomaría un tiempo recuperar la memoria, si es que eventualmente lo hacía. Que debía ser paciente. No se sabía aún si había sufrido daño cerebral permanente. En todo caso, estaba vivo y eso era un milagro que agradecer. Y así, pasó el tiempo.


Antonio aún no recordaba nada de ese nuevo mundo que encontró después de  despertar en aquella cama de hospital hasta que llegó a aquel parque al que le llevarían ahora cada tarde para caminar como parte de su rutina de ejercicios.

 

En aquel parque encontró un árbol. Un árbol que le disparó la adrenalina como quien escucha un ruido fuerte inesperado. Aquel árbol era lo primero que reconocía desde que había despertado como José. Era un árbol alto, y al mirar arriba, descubrió que había un pedazo de cuerda verde que se balanceaba a unos diez metros de altura. No pudo dar un paso más. La respiración se le detuvo por un instante. Su esposa, a su lado y sosteniendo la caminadora sobre la cual aún se apoyaba le miró curiosa primero y preocupada después. «Mi amor, ¿qué te pasa?» le preguntó mientras le sostenía la mano y se colocaba preocupada frente a él. «De aquí me caí?» preguntó Antonio. «¿Que, caerte, de este árbol? ¿Estas bromeando?» replicó ella extrañada y al tiempo divertida. «Jamás te he visto trepar a un árbol» dijo finalmente. Pero Antonio definitivamente reconocía aquel árbol, y fue entonces cuando Antonio, o José, se dio cuenta de algo: La realidad, la vida, su gente, él mismo, no eran más que una ilusión. Un sueño. ¿Y si su hija, su esposa, su padre, el árbol, la caida, no habían sido más que un sueño mientras estuvo en coma?. Aquel sueño había dado una vida entera a Antonio. Más de 40 años de vida en la que tenía una familia, miles de historias, una esposa, una guitarra, dos perros y una hija a la que amaba por sobre todas las cosas y a la que ahora extrañaba con todo su ser... Entonces Antonio, o José, mirando al mundo que le rodeaba y al que no entendía ni recordaba, decidió que quería volver al otro mundo... al mundo en el que sentía que no merecía muchas cosas, en el que caía de un árbol, pero sobre todo, en el que estaban los que más amaba y por los que se levantaría mil veces más de cualquier cama...

 


 

 

 

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