sábado, 23 de septiembre de 2023

EL VIOLIN. PARTE 1


Cuando tenía unos 6 años de edad, me sentí profundamente atraído por la música.


Recuerdo que en casa teníamos uno de esos equipos de sonido que venían por partes: Un bloque era el sintonizador de radio, otro era el reproductor de casetes, otro era una suerte de ecualizador amplificador y, finalmente, sobre todo aquello, un aparato giratorio que reproducía los discos de vinilo.


También había una amplia colección de discos. En esa colección había gran variedad de música. Se encontraban títulos que iban desde el famoso "Abraxas" de Santana, hasta "Viaje al centro de la Tierra" de Rick Wakeman, pasando por "Sargent Pepper Lonely Heart Club Band" de los Beatles y muchísimos otros.


Entre aquel universo de discos, había algunos de música clásica que no pasaron desapercibidos para mí. Recuerdo uno en particular que me gustaba mucho: "Classical Pop" (o algo así). Se trataba de música clásica modificada con baterías y ritmos pop. Ahí escuché por vez primera la serenata nocturna de Mozart y quedé prendado. Fue ese disco el que me mostró que existían Mozart, Beethoven y muchos otros compositores maravillosos. 


Yo era muy joven, pero podía pasar días enteros solo escuchando música. Poco tiempo después, mis padres, al notar mi gusto por lo clásico, comenzaron a llevarme a ver los conciertos de la orquesta sinfónica y mis ojos se encontraron por vez primera con la maravilla de los instrumentos que regalaban los sonidos que había encontrado en aquellos discos. Supe de inmediato que quería hacer eso también. Quería ser violinista, pero aún era un niño y no se me tomó muy en serio al comienzo, como suele suceder. 


Mis padres decidieron comprar un nuevo equipo de sonido. Ahora, existía algo nuevo que llamaban CD, y que ofrecía una fidelidad de sonido nunca antes experimentada. Con ese nuevo reproductor compacto podría escuchar música mucho mejor. También tenía reproductor de vinilos, por lo que no perdería los antiguos discos que tanto me gustaban. 


Los CD eran tan nuevos que aún no se encontraban en las tiendas de mi pueblo, pero encontramos nuevos vinilos maravillosos. Con los aquellos vinilos conocí a Nana Mouskouri, una cantante griega que interpretaba algunas partes del "Nabuco" de Verdi de una manera majestuosa y también se paseaba maravillosamente por los caminos de la música popular en español. Entonces me di cuenta de que la música era un mundo muy amplio.


A raíz de un viaje que mi santa madre hizo a Miami, se me preguntó qué quería de regalo. Yo tendría ya unos 7 años de edad. Mi deseo era tener un CD del "Requiem" de Mozart. Me había enterado de la vida de Mozart por medio de un pequeño libro a modo de caricatura que contaba las peripecias del genio y su terrible final. Mis padres, artistas al fin, me habían regalado varios libros de historia de la música. 


La historia de Mozart me había tocado el alma profundamente, y ahora no podía dejar de pensar en su Requiem. Necesitaba escucharlo. Pocas semanas más tarde, mi madre llegaba de Miami a casa con el regalo prometido.


Aquel CD tenía una particularidad extraordinaria que la divina providencia había preparado para mí. De todos los posibles CD de la obra que le pedí a mi madre, ella escogió por azar una edición que tenía un pequeño librito dentro en donde aparecían las letras de cada movimiento, así que yo podía leer y entender lo que escuchaba cantar a aquella imponente coral y cantantes que homenajeaban a Mozart. Las letras eran, como ahora entiendo era de esperarse, en latín, y aunque no entendía ni una palabra, me maravilló que podía cantar lo que escuchaba sin mucho problema, así que empecé a reproducir aquel disco sin parar cada día por largas horas, y a medida que leía las letras las fui memorizando como cualquier canción. Como parte de aquel regalo, mi madre también trajo dos colecciones más de 10 CD cada una: “Grandes Maestros” y “Grandes Sinfonías”. 


Llegado a este punto, yo solo escuchaba música clásica. No me interesaba otro tipo de música. Encontraba en los grandes maestros un universo tan variado que me perdía explorando las diferencias entre el barroco y el clásico, o entre el romanticismo y los cantos gregorianos… entonces llegó el día en el que insistí en querer ser violinista una vez más. Esta vez fui tomado en serio. 


A los 8 años de edad, mis padres me llevaron a la escuela de música de mi pueblo (una de las mejores escuelas de Venezuela, si me preguntan) para realizar la audición reglamentaria para ser admitido.


Estaba muy nervioso porque no sabía qué iba a suceder. La escuela era una suerte de templo sagrado. Músicos en todos los pasillos con sus instrumentos, estudiando, pero al mismo tiempo todo transcurría de una manera solemne, respetuosa, virtuosa. Era como entrar a un mundo diferente donde se buscaba siempre la excelencia y nada más. Aunque me sentí abrumado al comienzo, entendí que ahí era donde quería estar.


Me llamaron a un salón. Entré solo. Dentro, tres profesores me esperaban. Cilino Martínez, profesor de teoría y solfeo. Español. Uno de los más grandes y apasionados profesores que jamás he encontrado en mi vida. Un rumano. Dan Romascanu, quien sería mi maestro de violín. Un maestro del instrumento en su totalidad, de carácter fuerte, pero uno de los mejores violinistas del país sin duda. Finalmente, un rostro sereno pero serio e inquisidor de otro gran maestro violinista y director de la escuela, Prof. Jorge Carrillo, venezolano con estudios de música en Italia y director de la orquesta sinfónica a la que yo admiraba tanto. 


Los tres maestros estaban sentados frente a mí en silencio. Comenzaron a hacerme una serie de preguntas, a las cuales contesté de la manera más sincera posible. 


Me preguntaron por qué me gustaba la música, qué instrumento me gustaría tocar y cosas por el estilo. Fue entonces cuando llegó el momento de probar mi oído musical.


El profesor Cilino, ahora frente a un piano vertical, me pidió que imitando el tono de la nota que él tocaba al piano con mi voz. Creo que lo hice bien. Mi memoria no es tan buena ya como para recordar el detalle. 


Había pasado la prueba de oído. Entonces me pidieron que cantara una canción, y fue en ese instante cuando me sentí desolado.


No sé si por nervios o por algo más, no recordé ninguna. Tampoco sabía muchas canciones a decir verdad, y entonces dije con preocupación a los maestros que no podía hacer lo que me pedían. Ellos se miraron entre sí, extrañados y al mismo tiempo divertidos. ¿Cómo no podría yo conocer ninguna canción? - Pues no sé ninguna - respondí firme. - ¿Los pollitos? - me preguntó uno de los maestros, y yo sintiendo que aquello era casi humillante respondí sin dudar - No sé cuál es esa-. Me parecía que aquella canción de cuna era indigna de una audición para una escuela de música y me negué a caer tan bajo. Pero sabiendo que no podría salir de aquella situación sin cantar decidí tomar el control y entonces expresé -Sé cantar el Requiem de Mozart-.


No hace falta decir que llegada esta parte de la historia no me extraña si usted, querido lector, decide no creerme. No le juzgo. La verdad es que esto suena un poco extraordinario y fuera de la realidad, pero puedo jurarle que cada palabra de esto es cierto.


Los maestros se miraron extrañados entre sí y tras la graciosa propuesta que había hecho me regresaron la mirada entre divertidos y curiosos - ¿El Requiem de Mozart?…- preguntaron. -Sí. "Tuba Mirum"- respondí seguro. - Ok. Escuchemos-. Comencé entonces a cantar en latín aquel quinto movimiento del Requiem que tanto me gustaba. Aunque no sabía lo que significaba ninguna frase de lo que cantaba, mi latín era exacto.


Mis futuros maestros se sorprendieron en parte al verme hacer aquello, y supongo que además deben haber trabajado mucho en contener sus risas ante tamaña osadía de mi parte. Yo trataba de imitar las voces en su totalidad: Bajo, Tenor, Contralto y Soprano tal y como los escuchaba en mi disco. Por supuesto, mis maestros aprobaron mi audición y me pidieron que dejara de cantar después de unos 30 segundos de haber comenzado. Y así, entré a la escuela de música donde pasaría gran parte de mi vida.


Mis padres me compraron un violín de principiante para comenzar. No pasaría mucho tiempo después de eso hasta que mi maestro asomara la idea a mis padres de que yo tenía un talento especial para la música.


Cada vez que me preguntaban qué quería hacer, mi respuesta era la misma siempre, año tras año: Quiero ser violinista. 


Poco mas de un año después de haber comenzado mis clases, me enteré que algunos de mis compañeros de clase asistían “al ensayo”. No entendía que era aquello, pero la curiosidad me mataba. 


Un día, por fin supe que “el ensayo” se refería al ensayo de la orquesta. Supe entonces que existía una orquesta y de inmediato quise ser parte de la misma!. A la siguiente clase, le pregunté a mi Maestro que debía hacer para entrar en la orquesta, y el me dijo que solo debía hablar con el director. Al finalizar la clase fui directamente a la oficina del director y solicité entrar a la orquesta sinfónica Juvenil.


Para mi sorpresa, el director me miró y me dijo que yo aún era muy joven para esa orquesta y que debía empezar por la orquesta infantil. Aquello no me gustó mucho, a decir verdad, pero lo acepté… y así fue como un día comencé a ensayar en aquella orquesta infantil como el último violín de la fila de segundos violines… me sentía emocionado por finalmente formar parte de la orquesta, pero me sentía un poco frustrado por ser el último violín.


Quizo Dios darme un poco de talento en algo, y mis Maestros notaron que mi destreza con el instrumento crecía día tras día. En pocos meses sería promovido al puesto de primer violin de los segundos, y tan solo semanas despues a la fila de primeros violines. Al finalizar ese año, era yo el concertino de la orquesta. El primer violin de la orquesta infantil. Tenía unos 9 o 10 años cumplidos. 


A los 11 años fui promovido a la orquesta juvenil, al último puesto de los segundos violines, pero esta vez en la “orquesta de los grandes”, como la llamaba yo, pues estaban en ella los alumnos mas avanzados de la escuela de musica y mucho mayores que yo. Me sentía ahora un poco nervioso entre ellos y para no quedar por debajo de ellos comencé a estudiar con mas dedicación. 


La Divina Providencia a veces tiene un humor extraño. Fui promovido a concertino en aquella orquesta menos de un año después de haber entrado. Ahora yo era el concertino de una orquesta donde habían violinistas mas viejos que yo… 


Cuando llegué a los 12 o 13 años, ya había completado 4 años de estudio de violín, 4 años de teoría y Solfeo, comenzaba mis estudios de historia de la musica y piano complementario al tiempo que ya había tocado varias veces con la orquesta sinfonica del estado… la de los Maestros! No ya la juvenil o infantil, sino la de verdad! Ahora, el violín de principiante no podía ofrecerme nada mas y era hora de tener un nuevo violín. Uno de verdad. 


Mis padres buscaron sin cansarse hasta que consiguieron el violín perfecto: un violín hecho a mano en 1903 en Bélgica, perteneciente al concertino de una de las orquestas sinfónicas más importantes del país… su cara de frente era de una madera muy fina. Su tapa trasera de una sola pieza. Clavijas, tira cuerdas y brazo de ébano. Ligero como una pluma pero sonoro como un cuerno de cacería. Su mástil, fino y delicado, con el barniz desgastado por más de un siglo de pisadas de Maestros violinistas sobre aquellas finas cuerdas de tripa Pirastro que vibraban tan escandalosamente… Aquel violín había pasado por muchos países y situaciones para llegar desde el taller de un luthier belga de 1903 hasta mis manos… pero había un problema. El precio de aquella pieza de arte era practicamente inalcanzable para mis padres. 


Ante aquella situación solo se me preguntó una vez mas: -Que quieres ser? - Quiero ser violinista- respondí, y ese era el violín que debía tener un violinista de verdad… mis padres movieron hasta las mas grandes montañas del horizonte, y una noche, mi Maestro llegó a casa con un estuche de violín muy antiguo. 


Esa noche era para celebrar. Hablaron mis padres de todo. Mi Maestro reía y tomaba vino. Todo era una velada maravillosa entre amigos supuse, hasta que mi Maestro me pidió que me acercara y entonces muy seriamente me miró. Todos callaron en ese instante. Alargó su brazo y alcanzó el antiguo estuche. Ceremoniosamente y sin decir nada, lo abrió. Y allí estaba. El violín mas hermoso que había visto… tensó el arco, afinó sus cuerdas y comenzó a tocar un capricho de Paganini. 


La casa entera se llenó con la voz gloriosa de aquel instrumento que sonaba tan diferente a mi violín chino de principiante! Era maravilloso! Y aquel Maestro tocaba tan hermosamente! Estaba completamente hipnotizado con aquel concierto que me pareció congelar el tiempo! Cuando el Maestro paró, estaba tan estupefacto que no pude decir ni una palabra. -Ahora, este es tu violín José- me dijo cuando lo puso frente a él para entregarmelo… pero yo no podía tocar aquel divino artilugio! Me daba verguenza! No era digno de tal cosa! Así que sin decir nada solo sonreí nerviosamente y me fuí a mi cuarto a esconder mi avergonzado llanto… pero esa es otra historia…

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