martes, 27 de febrero de 2018

CAPITULO 2. Los Regresos.



- Debes pagarme en tres meses Pancho. Esto es un negocio. Si no me pagas, no respondo por lo que pase.- 

Pancho sabía perfectamente a lo que se refería aquel prestamista. Su mujer y sus hijos quedaban en casa mientras Pancho abría camino en el país de los sueños donde todo es posible para que un día de nuevo todos estuviesen juntos. 

-Las cosas a veces no son como uno piensa- me asegura pancho parpadeando lentamente. El sueño parece querer vencerlo, pero Pancho parece ser mas fuerte. No se duerme. 

-Virginia. Allá arriba las cosas son duras- me dice mi copiloto. Me cuenta que ahí fue a donde llegó, cuando por fin llegó. El camino de Guatemala a EEUU no es sencillo. 

Cuando hablamos de inmigrantes que cruzan a EEUU, siempre pensamos en mexicanos, pero el camino es mucho mas tortuoso para quienes están más abajo, en Guatemala, El Salvador, Nicaragua y Honduras. A los que dedican sus vidas a pasar gente desde México hacia EEUU les dicen “coyotes”. Pero a los que vienen desde Guatemala y El Salvador, les dicen “polleros”. Eso ya lo habia dicho verdad? Sucede, que para llegar a EEUU desde Guatemala, se debe atravesar todo el país, llegar a la frontera con México, atravesar México y volver a pasar otra frontera, pero esta vez, la estadounidense. 

Pancho hizo todo el recorrido escondido en camiones a veces, y una buena parte del trecho, caminando. Su voz sigue siempre igual. Es suave y humilde. No imagino cuantas veces ha contado esa misma historia. A medida que avanza en su relato, puedo casi ver como sucede su viaje frente a mis ojos. Pancho habla sin mirarme mas que una u otra vez con el rabillo del ojo. Es como si me temiera a veces.

-Me montaron en un camión para salir del pueblo. Íbamos unas 26 personas. Nos cobraron antes de montarnos. Para evitar que nos vieran los guardias de puestos fronterizos, nos acostaron en el piso del camión, y sobre nosotros, arrojaron unos 200 sacos de naranjas. Íbamos unos sobre otros. Si el camión se detenía, no debíamos ni movernos ni hacer ruido, pero el peso era muy grande, y aunque al comienzo uno aguantaba, al ratito el cansancio y el dolor muscular no dejaban de hacerse más grandes. Pero uno sabía que tenía que aguantar. Yo escuchaba a algunos quejarse y a algunas mujeres llorando. Pero había que aguantar…Y aguantamos… aguantamos 6 horas - dice pausadamente mi amigo mientras mira al frente, como siguiendo el camino. 

Los ojos encarnados de Pancho se ven cansados. Pero no cansados del viaje y la noche, sino de la vida. Y aún así, sigue fuerte y valiente para seguir adelante el tiempo que sea necesario para sacar a su familia adelante, como él mismo dice. Pancho no es joven. 

Pasada la primera frontera y adentrados un poco en territorio mexicano, los polleros los liberaron del tormento de las naranjas. –No sentía las piernas- acota Pancho al recordar aquel momento. –Pasó al menos media hora para que pudiese sentirlas de nuevo. Al principio, al montarnos las naranjas encima me dolían, pero después de 4 horas, ya no las sentí más. Al bajar del camion, respirar me costaba un poco, pero los polleros nos apuraban a caminar o nos dejaban, así que caminé.- Debían caminar rápido y esconderse. Las patrullas fronterizas mexicanas también deportan a quienes traspasan su frontera. Al llegar al final del camino a la frontera entre Guatemala y México, los polleros dejaron a los 26 viajeros en manos de otros. En esta organización actúan muchos. 

Los segundos polleros se encargarían de llevar a los viajeros hasta un escondite. Ahí pasarían unas horas antes de seguir el viaje. Se viaja de noche, me dice Pancho, porque de día los pueden ver. -En México hace frío. Es más fresco que Guatemala- me dice sonriendo un poco antes de tomar un sorbo de agua – y de noche, pues más-. 

La distancia que recorren los migrantes como Pancho para atravesar México, triplica la distancia que existe entre Nicaragua en su punto más sur, atravesando El Salvador y toda Guatemala. Pero para llegar desde el punto donde los recogieron los segundos polleros, hasta Chiapas, su próximo destino, la distancia es equivalente a la longitud de toda Guatemala, y ese trayecto se debía hacer caminando. En Chiapas, otro grupo de polleros los recibiría y se encargaría de otro tramo del trayecto. –Nos tomó 4 días llegar a Chiapas-. 

-Uno piensa que puede simplemente empezar a caminar y ya. Que es una cuestión de resistencia. Pero nada lo prepara a uno para eso. Caminábamos por senderos de tierra y piedra. Por caminos que no eran caminos, sino monte… llevábamos cada uno una cobija, pero no para cubrirnos del frio, sino para ir borrando las huellas. Al llegar la noche, esas cobijas tenían tanta tierra y polvo encima que no se podían usar para arroparse porque la tos no te dejaba descansar y podía llamar la atención de patrullas o carteles-

Me cuenta Pancho, que después de 12 horas caminando al máximo ritmo posible sin parar, llega un momento en el que las piernas no se sienten, y caminas casi por inercia. Ya no piensas, ni sientes. Pero que cuando te detienes, los músculos se contraen todos al mismo tiempo en un dolor terrible para finalmente dejar las piernas envaradas. Dice que el dolor lo hacía llorar, pero no podía gritar ni quejarse, así que mordía el cuello del abrigo que llevaba puesto para soportar. Dice también que el dolor es causado por la deshidratación muscular, pero en un viaje de 4 días a pie y ocultos, no hay espacio para llevar mucha agua, así que cada quien tiene su propio galón colgado al cinto desde que el viaje comienza. Un galón de agua son poco menos de 4 litros, lo cual hace que puedas tomar un máximo de medio litro de agua cada seis horas durante el viaje. –Si te quedas sin agua te mueres, porque nadie va a morirse por darte su agua, y nadie puede llevar más agua porque es mucho peso para el viaje- sentencia pesadamente Pancho. 

El camino se me hace largo al volante. Escucho a Pancho y recuerdo fotos y documentales de gente tratando de pasar la frontera. Recuerdo a los niños de Siria, o de Afganistán, o de Somalia, o de Venezuela… Recuerdo a Elián, el niño cubano que fue regresado de EEUU a Cuba porque su familia así lo quiso. Veo a América Latina frente a mí y me doy cuenta que a veces el mundo no es tan bonito como quisiera creer que es. 

-Los polleros tienen todo muy organizado. De noche caminábamos. De día, nos escondíamos en ciertos puntos, amontonados para no hacer bulto y no llamar la atención. Tratábamos de descansar. Y uno dormía, por el cansancio, pero no descansaba. Y de comer solo un poquito de pan, o alguna galleta y ya. No se puede traer maleta ni nada de eso. Yo solo llevaba mi pasaporte, la cobija de las huellas, una chaqueta que llevaba puesta y mi agua. En el bolsillo de mi chaqueta, la foto de mi familia-, y el corazón se me salta cuando Pancho saca del bolsillo de su chaqueta la misma foto de su familia que lo acompañó durante ese viaje. Lo sé porque la sacó mientras me contaba todo. Su mirada hablaba más que sus palabras. 

La foto es a blanco y negro y me sorprende lo bien conservada que está. El papel de la foto es amarillo de viejo, y detrás de la foto se adivinan unas letras en marca de agua que dicen “Fujifilm”. Garabateado y oxidado también en la parte trasera de la foto un “Tu Familia” se lee en tinta de bolígrafo. Supongo que eso lo escribió su esposa, para que nunca olvidara quienes eran. Pancho mira la foto con ternura y sonríe, como si los estuviese viendo por primera vez. Yo le miro a él y no sé si siento tristeza o nostalgia. Al darse cuenta de mi mirada, Pancho disimuladamente guarda de nuevo con extremo cuidado la foto en su bolsillo. –Que hermosa familia Pancho- le digo, tratando de suavizar mi indiscreción descubierta. Pancho mueve la cabeza, como diciendo “gracias”. 

Después de 4 noches caminando, Pancho y los 26 llegaron a Chiapas. Un nuevo grupo de polleros mexicanos los recibió en un rancho y los situaron a todos en un granero. Por fin podrían tomar agua y comer algo. Por fin podrían bañarse. Pero hasta esta simple tarea, era mucho más difícil de lo que esperaban. -Durante el viaje, uno no debe quitarse los zapatos nunca, porque si algo pasa y debes correr, si estás descalzo te agarran- me dice Pancho. Nunca había pensado en eso. 

-Cuando al cuarto día, por fin me quité los zapatos, los pies estaban tan inflamados que tuve que quitarle las trenzas completamente para poder sacar los pies. Al sacarlos del zapato, sentía que palpitaban. Cuando me quité las medias, las uñas y algunos pedazos de piel se fueron con ellas. Era como si hubiese tenido los pies en agua hirviendo por días-. La tranquilidad duró solo 2 noches en aquel rancho. En medio de la segunda madrugada despues de haber llegado, entraron 6 hombres al granero y comenzaron a levantar a todos. El viaje seguía. 

De alguna manera, los coyotes y polleros reciben información y siempre saben dónde está la patrulla fronteriza, o la Guardia Nacional, o por donde pueden pasar con menos riesgo de ser atrapados. Esa información define cuando comienzan los viajes o cuando paran. Nunca se sabe cuando hay que levantarse y caminar. Esa noche, había que levantarse y seguir. La siguiente parada en aquel viaje sería en un pueblito de la región de Sonora. 

45 horas de viaje por tierra separaban a Sonora de Chiapas. 

Esta vez, el viaje no fue tan malo. Los mexicanos habían venido esta vez con un autobús y una buena provisión de pequeñas hamburguesas para el camino. En estos viajes, no hay medicinas, ni hay espera para nadie. No hay privilegios ni hay consideraciones. Pancho me dice que para los polleros y los coyotes, los viajeros no son más que bolsas de dinero caminando. No les importan las condiciones en las que van, si se sienten mal o no, ni nada. Ellos solo quieren su dinero, y si no lo obtienen, lo cobrarán de una manera u otra. Durante estas travesías hay mujeres violadas, o vendidas a los carteles que controlan las zonas de tráfico, gente que es dejada atrás a morir en el camino, y muchas otras atrocidades mas que no quiero recordar. Pancho me cuenta incluso del negocio que existe entre agentes del gobierno y los traficantes de personas para desaparecer mujeres y niñas en el camino y convertirlas en prostitutas para los carteles. Dice que hay a quienes convierten en esclavos del cartel, o los usan como banco de órganos, o básicamente cualquier atrocidad que necesiten los traficantes para conseguir dinero. Sus afirmaciones me ponen los pelos de punta. 

La región de Sonora en México es la parte más norte del país, y dependiendo del sitio por donde cruces, puedes llegar a San Diego, a Tucson o a Phoenix, pero para eso, primero debes atravesar la peor parte del viaje: el desierto. Al llegar a Sonora, el auto bus dejó a todos en una carretera. Allí, 4 hombres esperaban. Cada quien repitió lo anterior. Una cobija para borrar huellas y un galón de agua al cinto. Los que habían podido, habían guardado algún pedazo de hamburguesa para el camino. 

-Lo que pasa con el desierto es que de día hace mucho calor, y mucho sol, pero de noche, el frío es muy intenso también- me dice Pancho como dándome una suerte de “dato curioso” sobre el desierto de Sonora. Agradezco el comentario con un gesto de sorpresa, como si no hubiese escuchado aquello nunca antes. En esta parte del viaje, los papeles se voltearon. Acá el viaje era caminando en el día y ocultos en la noche, debido a que de noche los carteles de droga se dedican a hacer contrabandos, y si consiguen a alguien en el momento inapropiado en su camino, el destino de ese grupo será peor que el que le pueda dar cualquier patrulla de frontera. 

Aquel viaje sería de 4 días nuevamente, pero infinitamente peor que los 4 días para llegar a Chiapas. Ahora, los pies de Pancho sangraban. Pero debía seguir. Pancho es tan noble, que me dice que entiende porque los coyotes y polleros son como son. –Si no hacen así, nos agarran a todos y ahí si es verdad…- me asegura. Yo sigo sin aceptar eso como excusa al maltrato inhumano que brindan esos satánicos servicios.

-Una mujer que venía con nosotros, pobrecita- me dice Pancho recordando el viaje. –El desierto no es como en las películas, que solo hay arena. No. En el desierto hay montañas completas de piedra, y hay muchos matorrales, pero no sirven ni para sombra, porque tienen muchas espinas y muchos animales venenosos se pueden esconder entre sus ramas.- dice mi narrador. 

Le miro y le pregunto qué había pasado con la mujer de la que habló. Retoma la idea y me dice –Ella estaba muy cansada y lloraba porque quería parar. Pero el pollero le dijo que no podíamos parar y que si no caminaba la iban a dejar. Por andar llorando, en una de esas montañas de piedra, no vio una y se resbaló. Al caer, una piedra le cortó el tobillo. Sangró mucho, y un pollero le hizo un torniquete, pero el pie se le hinchó muchísimo en un ratico y la mujer cojeaba mucho… una hora después, no podía caminar…- No dije nada en aquel momento. La sangre se me helaba. Imaginé la escena y vi a la mujer. Pude casi ver la ladera de piedra caliza donde cada piedra partida estaba afilada como un cuchillo. Casi escuché el llanto de la mujer en medio de aquel desierto en pleno sol… la suerte estaba echada para ella, obviamente. 

-Pero los polleros que nos llevaban eran buena gente. Uno de ellos la amarró a su espalda con la cobija, como una hamaca, y la llevó cargada por varias horas. Después de eso, los otros polleros también. Y así la iban llevando por el resto del viaje-. Aunque a lo largo del relato me había ido construyendo una imagen bastante negativa de aquellos traficantes , en aquel momento, casi di gracias a Dios por aquel gesto de humanidad. Aquella mujer no tardó en desarrollar una fuerte infección y por ende, su estado de salud, con la deshidratación y el hambre, sólo empeoró. 

Al tercer día la mujer prácticamente deliraba. Pancho, compartió el poco agua que le quedaba con ella, esperando con eso aliviar un poco su dolor, sin éxito. Los polleros decidieron que era una carga muy pesada y que retrasaba al grupo, por lo que debían dejarla ahí, pero Pancho no podía aceptar eso y reclamó. Tras recibir una golpiza de parte de dos de los traficantes, cuando estaba en el piso, uno de los traficantes le dijo “si tanto la quieres cargala tú entonces”, a lo que Pancho, con la boca llena de tierra respondió “pues yo la llevo”

El cuarto día fue para pancho mucho peor que cualquier otro día de su vida, me cuenta. Estaba muy cansado y adolorido. Los pies ya no eran más que yagas sobre las que se sostenía, y ahora con el peso de aquella mujer a cuestas la situación era peor. -Pero yo soy cristiano José. Usted me entiende?- me dice mirándome y esperando una respuesta que solo di moviendo la cabeza en señal afirmativa. 

Comprendí que Pancho como buen cristiano, era incapaz de dejar aquella mujer en medio del desierto para que muriera bajo el sol. 

Al atardecer aquel cuarto día, los polleros detuvieron la caravana y pidieron a todos que los esperaran ahí. Dijeron que iban a buscar agua. Ya nadie tenía agua y tenían al menos 2 días sin comer ya. Todos se detuvieron de inmediato y se sentaron. –Pero a mi me pareció raro, porque vi a uno de los vatos hablando por el celular- dice Pancho.-10 minutos después que nos dejaron, vimos unas luces de linterna entre los arbustos. Pensábamos que eran los polleros y nadie reaccionó, pero cuando vimos que eran muchas, todos nos levantamos y unos empezaron a correr, pero nadie podía correr muy lejos. Ahí, ese día, a unas horas más de camino, estaba Phoenix por fin. Pero la patrulla fronteriza nos agarró primero- relata Pancho ahora con la mirada perdida. 

Pancho y 26 personas más fueron apresadas ese día. Ninguno de los polleros o coyotes fue atrapado. Pancho piensa que los traficantes sabían que la patrulla iba en camino y huyeron antes de que llegaran. Dice que la llamada que habían recibido era una llamada de aviso. Pancho pasó 26 días en una cárcel fronteriza en EEUU, desde donde fue deportado a Guatemala, país de origen de su viaje y donde su familia esperaba recibir dinero que el enviara. En lugar de eso, lo recibieron a él nuevamente, junto al miedo de lo que sucedería ahora por los 8.000$ de deuda que tenía…

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