martes, 27 de febrero de 2018

CAPITULO 1. El adios.






Guatemala significa “lugar de muchos arboles” en Nahuatl, que es una lengua Mesoamericana usada por los Incas durante su expansión. Es un país pequeño, pero con una gran variedad de climas debido a sus terrenos que van desde 0 metros sobre el nivel del mar hasta los imponentes 4200 metros sobre ese nivel. Limita con México por el norte, con Belice por el este, Honduras y El Salvador. Vivió en guerra civil desde 1960 hasta bien entrado 1996. Aunque hoy vive en paz, los niveles de pobreza y desigualdad son más marcados que al final de la guerra.

Pancho, como se hace llamar mi amigo hoy, antes, en su primer intento de pasar la frontera hacia Estados Unidos, fue Juan.

Vamos en un viaje a Memphis, Tennessee, USA, donde un familiar tiene cita en la corte de inmigración para definir si será deportado o no. Ese familiar, es su hijo, de apenas 18 años recién cumplidos. Hace tres años que llegó a Estados Unidos. Yo manejo porque Pancho no tiene papeles y teme que cualquier policía pueda detenerlo. Pero no teme que lo detengan por ser ilegal, sino porque cualquier cosa que pueda pasar podría hacer que su hijo pierda la cita de sólo 15 minutos con el juez y eso sea motivo para deportarlo. Si eso llegara a pasar, su hijo tendría orden de deportación inmediata.

El hijo de Pancho llegó de apenas 15 años a la frontera, caminando desde Guatemala, y al llegar, los servicios migratorios de Estados Unidos lo atraparon y encarcelaron.

Para llegar a la frontera de Estados Unidos, los miles de niños provenientes de Centroamérica han viajado por semanas, e incluso meses, distancias que pueden superar las mil millas. Viajan solos, sin familiares ni compañía. Sólo los polleros les guían.

El viaje está lleno de peligros extremadamente graves y toda clase de abusos, como extorsión, violaciones sexuales, violencia física, secuestros, mutilaciones, prostitución, obligación para transportar drogas para traficantes y asesinatos. La mayor parte de niños que llegan a la frontera provienen de Honduras, Guatemala y El Salvador, aunque en un porcentaje pequeño también han llegado niños de Tanzania y Sri Lanka en las mismas condiciones y por las mismas vías. Se han encontrado niños de hasta 5 años de edad en esta situación.

Si los detenidos son menores mexicanos son, en casi todos los casos, son enviados de regreso a su país en cuestión de horas por un acuerdo binacional. Pero Estados Unidos no tienen ningún acuerdo de este tipo con los países de Centroamérica. Por eso, cuando un menor de estos países es arrestado tras cruzar ilegalmente la frontera queda en custodia de la policía fronteriza por unas horas o unos días o pasa a estar bajo custodia del Departamento de Salud y Servicios Humanos de EEUU. Sin embargo, las instalaciones de acogida están llenas hoy día, puesto que se está alojando aproximadamente a más de 25.000 niños, lo que ha ocasionado que se recurra a barracones militares, como es el caso de la Base del Ejército del Aire en Lackland, Texas.

A partir de ahí la mayoría -aproximadamente el 90 por ciento- pasa a estar en custodia de un familiar que se encuentre en Estados Unidos. Si no tienen familiar, pueden ir a Centros de Acogida para Menores. El hijo de Pancho, fue acogido por su tío, puesto que Pancho también es ilegal y no podía aparecer en los papeles de acogida.


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El viaje de Knoxville a Memphis es de aproximadamente 8 horas. Ya hemos pasado al menos 4, y la música comienza a dar sueño con sus monótonos replay de canciones.

Pancho no habla mucho, es un hombre de pocas palabras, y eso no me ayuda a mantenerme despierto, así que intento entablar alguna conversación de cualquier tipo con él. Hago, cortésmente la pregunta de rigor para dar comienzo: Hace cuanto vive en Knoxville?... Nunca imaginé que con esa pregunta descubriría una historia tan cautivante.

Me cuenta con voz baja y sin mirarme que hace ya 14 años que llegó a este país a trabajar. Pancho no confía mucho en mí, así que no da más información que esa. Pregunto, nuevamente con ansias de hacer que cualquier conversación que podamos extender sobre cualquier tema me ayude a mantenerme despierto, si hace 14 años que vive en Knoxville. Pancho calla por unos segundos y su mirada parece repentinamente perdida en un punto delante de la carretera que yo no logro distinguir. Su mirada se pierde en un horizonte invisible para mi, pero sólo por un segundo, y entonces me contesta: No. Hace 14 años llegué a Estados Unidos, no a Knoxville.

Aquella respuesta no es apresurada. Es más bien calmada y suave. Sus ojos se pasean desde ese punto infinito en el horizonte y descienden suavemente hasta sus manos que descansan sobre sus muslos y que ahora muestran las palmas hacia arriba, arrugadas por el trabajo y marcadas por el tiempo. Las mira. Están llenas de zanjas ya y algunos restos de color que parecen estar incrustados en varios callos muy marcados. Pero las mira con una muy tenue sonrisa, como quien mira un antiguo instrumento musical muy querido, que aunque viejo, sigue sonando límpido y puro. Y entonces nota que también yo le estoy mirando, por lo que sus ojos se pasan de sus manos a mí y yo siento su mirada que me arropa. Pancho ha decidido comenzar a contarme su historia.

Pancho tiene una manera de hablar muy acentuada. Se nota por sus formas que es un hombre de campo, sencillo. Nunca alza la voz. Su cara está marcada por profundas líneas para su edad, como huellas de años de cansancio, y sus ojos, sin embargo, brillan como los de un joven, aunque siempre están un poco enrojecidos. Quizá está cansado también.

Hace 14 años Pancho dejó su casa en Guatemala. Allá, trabajaba como caficultor en una hacienda muy grande, pero tras la finalización de la guerra en 1996, una suerte de crisis se abalanzó sobre el país. Pancho dice que fue la corrupción lo que acabó con Guatemala. La verdad es que en la práctica, el café ya no daba para sustentar a una familia, y las fincas cafetaleras comenzaron a reducir la nómina de obreros, por lo que muchas familias perdieron el sustento que conseguían de lo único que sabían hacer: cultivar café. La siembra familiar en una pequeña extensión no era una opción. El café tarda hasta 5 años en comenzar a producir, así que esa no era un camino que pudiese recorrer Pancho cuando le llegó el día del despido.

Esa tarde, la última en la finca del café, Pancho recibió la noticia por parte del capataz al finalizar su jornada de 10 horas de trabajo bajo el sol, con una frase no muy elaborada y de manera verbal: Ya no venga más. Esa misma frase la repitió a varios otros, que con la misma mirada desesperada se miraban entre si. Algunos trataron de reclamar, otros rogaron que nos los despidieran, otros se fueron molestos, y otros comenzaron a llorar. Pancho sólo se quedó mudo con la noticia, y se fue a casa, con aquellas palabras aún resonando en su cabeza: NO VUELVA MAS. El capataz por su parte, sólo repetía a unos y otros la frase de despido, y ante uno que otro reclamo, repetía otra “Hable con el Patrón”, cosa que era por demás imposible, puesto que el patrón era más una figura mental que un hombre al que alguna vez hubiesen visto.

Al llegar a casa, le contó a su mujer la noticia. Esa noche fue difícil conciliar el sueño.

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Al día siguiente, la decisión estaba tomada. Había que llegar a Estados Unidos. Ahí, le esperaba un futuro mejor, trabajo y bienestar para todos. Después de todo, todos querían ir a vivir allá. Por algo sería, pensaba Pancho. Pero había un problema. Pancho, al igual que muchísimos campesinos de Guatemala, no tenía pasaporte, ni mucho menos una visa para entrar al gran país. Tampoco hablaba inglés. Aquello parecía ser un problema grande. Fue ahí cuando recordó que un familiar suyo, un primo, vivía en el país de las barras y estrellas, así que se puso en contacto con él vía telefónica.

El primo de Pancho llevaba varios años viviendo en USA, y al recibir la llamada de Pancho y las noticias de cómo iban las cosas en su país, no dudó en ofrecerle posada, trabajo y comida en la ciudad en la que se encontraba, PERO con una condición: debía llegar primero a Phoenix, y de ahí en más se encargaría él.

Para la mayoría de los ciudadanos de cualquier país de “primer mundo”, una situación como esta se soluciona muy fácilmente con sólo comprar un boleto de avión y ya. Pero en un país como Guatemala, donde el sueldo de un mes se encuentra al menos 80% por debajo de lo que una familia necesita para cubrir sus gastos básicos mensuales la cosa es diferente.

Pancho no tenía pasaporte. Pancho no tenía visa. Pancho no tenía dinero. Pancho lo único que tenía era determinación y la certeza de que si no cruzaba las fronteras que lo separaban del Tío Sam pronto, su familia comenzaría a sentir los azotes del hambre de manera más fuertes de lo que ya lo hacía. ¿Qué hacer entonces?. La solución era una sola. Todos con los que hablaba se lo repitieron a Pancho una y otra vez: Los Polleros.

En México son famosas las bandas que se dedican a cruzar la frontera entre México y Estados Unidos de manera ilegal. Al comienzo, esto se hizo para traficar armas y drogas de un lado a otro. Pronto, los carteles descubrieron que podían hacer grandes negocios y guiar por las mismas vías a grupos de inmigrantes, siempre y cuando estos estuviesen dispuestos a pagar una suma considerable en dólares americanos. Hoy, los llaman “COYOTES”.

Los que emigran con los coyotes, suelen ser personas de bajos recursos y desesperados por situaciones de lo más variadas, que van desde el azote de carteles narcotraficantes a pueblos enteros, amenazas de muerte por no colaborar con las mismas, hasta estar sitiados por cuerpos de seguridad corruptos a la orden de narcogobiernos que cobran mensualmente fuertes sumas de dinero a la gente para no asesinar familias enteras.

Emigrar con un coyote es la última instancia que un mexicano busca. Llegar a ese punto significa que la esperanza de cualquier otra cosa está ya perdida.

En Guatemala, no existen coyotes. En Guatemala hay “Polleros”, que en la práctica, son igual que los coyotes, con la diferencia de que deben atravesar dos fronteras para llegar a la tierra de Lincoln: Pasan de Guatemala a México, y de México a Estados Unidos.

Pancho logró, por medio de varias personas intermediarias dar con un Pollero. Habló con un señor del que le habían dicho era “El Patrón”.

El Patrón era un hombre de negocios que aseguraba el éxito a los que querían llegar a Estados Unidos cuenta Pancho. Lo atendió por medio de un muchacho que se dedicaba a recibir y traer mensajes entre Pancho y el jefe del cartel. Pancho nunca habló directamente con aquel hombre hasta ese momento.

Tras dos días de mensajes por medio del muchacho, llegaron finalmente al acuerdo: Phoenix estaba a 4.000 dólares americanos de distancia al arrancar en Guatemala y 4.000 dólares americanos al llegar. 8.000 dólares en total. Salían en 3 días.

En ese momento, para Pancho las esperanzas de irse al mejor país del mundo con su familia y rehacer una vida juntos se esfumaron como el fuego de una vela cuando alguien la sopla.

Mis manos, crispaban los dedos con fuerza sobre el volante del Toyota a medida que Pancho, con voz calmada me contaba aquello. A esas alturas, yo no hablaba. Sólo escuchaba. Hasta la música de fondo había cesado al fin, pero yo no me había dado cuenta siquiera del momento en que había enmudecido el CD que había dado al menos 3 vueltas desde que habíamos arrancado.

La voz de Pancho es calmada y cálida. Su historia es contada como por un narrador de película. Casi puedo sentir al muchacho que traía los mensajes del Patrón hasta la pequeña casa de barro y de un solo cuarto, que a su vez era cocina y comedor, y en la que Pancho convivía con su esposa y sus 3 hijos.

8.000 dólares. No había manera de que Pancho tuviese esa cantidad, y menos en tres días. Pero algo debía hacerse. El lo sabía, y su mujer también.

Tras una noche de pesadilla y desesperación, Pancho y su mujer intentaron buscar una solución. La solución llegó de pronto a sus mentes a las 4 am de esa noche tortuosa, cuando por fin los tres hijos dormían. Al siguiente día, temprano Pancho hizo lo único que podía: pidió prestado el dinero a un prestamista, y de garantía, puso su casa y el pequeño terreno en el que esta se encontraba, y que era lo único que tenían Pancho y su mujer en esta vida. Pancho tendría que viajar sólo.

El viernes de esa semana, apenas al día siguiente de pedir el dinero al prestamista, a las cuatro de la tarde de aquel día, Pancho abrazó fuertemente a cada uno de sus hijos y los bendijo con un amoroso beso en la frente a cada uno. Su mujer, en la puerta del cuarto miraba en silencio la despedida del padre a sus hijos mientras en silencio hacía el esfuerzo más grande por no llorar frente a ellos. No podía permitirse aquel lujo. Debía ser fuerte y hacer fuerte a Pancho.

La voz de Pancho parece quebrarse un poco al contarme como sintió a cada hijo en un tibio abrazo alrededor de su cuello al despedirse. Sus hijos tenían apenas 2 meses, 2 años y cuatro años aquella tarde. El viaje debía comenzar.

Su único equipaje era el abrigo que llevaba puesto a pesar del calor abrasador de aquel día. Le habían dicho que las noches del viaje podían ser frías. Nunca hubiese imaginado cuan acertado era aquello. Mas de 3.500 kilómetros de camino lo separaban del sueño americano, y al menos la mitad del camino lo recorrerían caminando. Con un beso le prometió a su mujer que todo estaría mejor ahora y que pronto se verían de nuevo, y con el corazón a punto de explotar, comenzó a caminar hacia donde el Patrón le había indicado como el punto de comienzo de la travesía.

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