Diciembre 10. 2025.
Hoy escribo desde un lugar profundo, desde un lugar donde el alma no encuentra acomodo y cada emoción choca contra la otra como si intentara romper el pecho desde adentro. No quiero hablar en este momento de noticias ni de acciones militares o escenarios políticos. Quiero hablar desde el corazón.
Ser venezolano en el exilio es vivir así, en un territorio donde el orgullo y el dolor no se alternan, sino que conviven, se muerden, se empujan, se necesitan. Y hoy esa mezcla es más feroz que nunca.
Hoy María Corina Machado, una mujer que decidió entregarse por completo a la lucha libertaria, a la democracia y a la justicia que nos arrebataron sin piedad desde hace casi treinta años, fue galardonada con el Premio Nobel de la Paz. El primer premio Nobel que recibe nuestro país.
Y sin embargo no pudo recibirlo. Desde hace mas de dieciséis meses vive escondida, perseguida por un cartel narcotraficante que secuestró a treinta millones de venezolanos y que convirtió a un país entero en rehén de su crueldad. Ella, como todos nosotros, sufre ese secuestro, pero además carga sobre su espalda la mira fija de quienes han destruido todo lo que éramos.
En Oslo, sus hijos, su madre y una multitud de venezolanos escucharon al presidente del Comité del Nobel leer un discurso que parecía escrito con nuestras cicatrices. Diez páginas donde se relató la tragedia venezolana sin suavizar nada, sin esconder la herida abierta que llevamos años cargando. Escuchar esa verdad expuesta ante el mundo, en ese escenario que parecía intocable, me provocó algo difícil de poner en palabras.
No dijo el presidente del comité en su discurso nada que no hayamos gritado a todo pulmón los venezolanos por años ante un mundo que decidió nunca escucharnos pero si prefirió seguir recibiendo cheques de la dictadura narcotraficante firmados con la sangre de millones de venezolanos que estábamos atrapados en una celda de la que no podemos escapar… pero escuchar que desde esa tribuna se repite algo de lo que hemos dicho por tanto tiempo, en la voz ahora de tan alto vocero no dejó de ser conmovedor.
Porque ser venezolano es ser gente con un aguante sobrenatural. Lograr cualquier cosa, para nosotros, cuesta 10 veces más que para otros. Nuestros estudiantes van a universidades que se caen a pedazos, con profesores que practicamente pagan por enseñar porque los sueldos no existen, van a pie porque no hay como mantener un vehiculo o como pagar transporte publico. Comen una vez al dia, los que tienen suerte de comer… y aun así, ganan modelos de Naciones Unidas, venciendo a universidades como Harvard… a pesar de todo lo que juega en nuestra contra, nuestros medicos son los mas preciados del mundo. Nuestros musicos son admirados, y nuestra gente querida por su eterna sonrisa incluso cuando nos estan matando… cuando nos torturan… aun ahí, nunca nos falta un abrazo para regalar o una sonrisa para apoyar a quien está a nuestro lado… como no sentir el mundo movido viendo todo eso representado en Maria Corina y su familia hoy?
Sentí esperanza, una esperanza punzante de la que nunca he querido soltarme. Una esperanza de que mi país quizá esta vez si podrá ser libre. Como si el Cártel empezara a resquebrajarse. Pero al mismo tiempo sentí un dolor feroz al ver que quien debía recibir ese reconocimiento no estaba allí porque el grupo de capos malditos decidió que simplemente ella no debía estar ahí.
En su lugar estaba su hija, tratando de sostener con dignidad el orgullo atravesado por el miedo, hablando en nombre de su madre detrás de unas lágrimas contenidas que sentí como propias. No entiendo aun como no se quebró. Yo lo hice solo viéndola.
Qué se le dice a una hija que teme perder a su madre por luchar para alcanzar la libertad de todo un país? Qué se le dice a una madre que sabe que su lucha puede costarle la vida? No lo sé. No sé si hay palabras suficientes. No se ni como explicar eso.
Sé que la imagen de su hija, con los ojos llenos de lágrimas contenidas, me dejó con un nudo que todavía no se deshace. Ver a Ana Corina salir al balcón del hotel, frente a la marcha de las antorchas donde miles de personas del mundo entero desfilan con antorchas en sus manos representando la luz en honor al Nobel, representando a su madre ausente, fue un golpe al corazón.
Pensé en lo que debe significar saber que tu mamá acaba de recibir el Premio Nobel de la Paz y aun así desear que nadie la conozca, que nadie la nombre, que nadie la vea, solo para tener la certeza de que podrás abrazarla al final del día. En cambio, debe vivir con el miedo de no saber si sigue viva o si la están torturando en algún cuarto oscuro de la narcodictadura. Esa idea es insoportable incluso desde lejos.
Lloré al ver a los venezolanos que acudieron, cantando, abrazándose, sosteniéndose unos a otros como si cada uno cargara un pedazo distinto de nuestro país roto.
Confieso que no soy seguidor ni de cerca de Danny Ocean, pero cuando lo escuché cantar el Alma Llanera algo dentro de mi se movió. No porque sea una canción representativa o porque Danny sea venezolano. Me movió la idea de ver como ante la adversidad más terrible y la injusticia más salvaje, los humanos nos unimos en solidaridad para ofrecer en tributo a lo bueno lo mejor que tenemos.
Ver a Gabriela Montero tocar al piano nuestro himno mientras decenas de compatriotas la acompañaban cantando fue como sentir que el corazón se quebraba y se recomponía al mismo tiempo. Nostalgia, tristeza, orgullo, rabia, esperanza. Todo al mismo tiempo.
Vi a Edmundo y a su esposa caminando para ser parte del publico que aplaudió este reconocimiento tan noble que recibió María Corina hoy y no pude más que conmoverme nuevamente al verlos. Que entereza. Todos los que estaban ahí hoy pudieron elegir en algún momento dejar de luchar y simplemente llevar una vida normal. Aún así, decidieron, contra todo pronostico, jugarse hasta la vida en el camino de la libertad. Ver esa reunión de personas perseguidas, acosadas, en peligro, apoyándoselas, solo puede decirme que estamos en el camino correcto.
Pero sentí dolor también, como todos. La certeza dolorosa de que tuvimos que convertirnos en un pueblo disperso por el mundo para entender que nuestra verdadera riqueza siempre fue nuestra gente no deja de atormentarme.
También sentí orgullo. Un orgullo profundo. Escuchar al presidente del Comité del Nobel decir en voz alta que los venezolanos, incluso en la oscuridad más espesa, seguimos defendiendo lo justo, fue un reconocimiento inesperado a una lucha que muchos damos sin darnos cuenta. De pronto recordé que aquello que hacemos como una tarea diaria, también es resistencia.
En pocos minutos, cuando termine de escribir estas líneas, María Corina aparecerá desde un balcón en Oslo y hablará al mundo por primera vez en dieciséis meses. Sé que millones de venezolanos esperaremos sus palabras como quien espera un mensaje de esperanza que nos ayude a soportar la incertidumbre por un poco más.
Hoy es un día que se desborda. Un día donde ser venezolano vuelve a sentirse como una carga inmensa y como un honor al mismo tiempo. Un día donde vemos la fuerza de nuestra identidad reunida en un solo instante: la resistencia que no se rinde, la dignidad que no se negocia, la familia que sostiene, los amigos que levantan, la valentía que persiste… todo en un hotel de Oslo.
No sé qué pasará mañana. Hoy no quiero pensarlo. Hoy quiero permitirme un instante para sentir este orgullo que me llena el pecho y me recuerda quién soy y de dónde vengo. Hoy quiero que el dolor y la distancia guarden silencio por un momento. Hoy quiero celebrar que, a pesar de la oscuridad más cruel, Venezuela ganó el Premio Nobel de la Paz. Hoy, con todo lo que somos y con todo lo que hemos perdido, celebremos que ganamos.
Jose Calabres

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