Soy hijo de artistas y, a veces, creo que pienso como uno, aunque no necesariamente lo sea. Si algo he aprendido, es que los artistas no ven el mundo con ojos románticos, como muchos creen. No. Lo ven desnudo, brutal, sin piedad. Y lo reflejan en su arte, que es, en esencia, una protesta. Una denuncia. Los artistas son críticos por naturaleza, y yo, aunque no sea artista, sé que llevo en mí esa vena inquisitiva, esa necesidad de escarbar en la mugre de la historia.
Mucho ha cambiado desde que nos refugiamos en cuevas, dejando nuestras huellas en Altamira, testimonio de un pasado remoto donde la supervivencia era lo único que importaba. Cazábamos para comer, protegíamos a los nuestros, nos resguardábamos del frío y del hambre. Luego, construimos ciudades, templos, imperios. Aprendimos a forjar el metal, a encender fuego a voluntad, a escribir y plasmar nuestra existencia en lienzos y papiros. Pero la naturaleza humana es extraña, retorcida.
Con cada avance, con cada obra maestra, también perfeccionamos el arte de la guerra. Inventamos la conquista. Descubrimos la tortura. Refinamos la muerte. Y mientras Miguel Ángel elevaba la belleza a su máximo esplendor con la Capilla Sixtina, la Iglesia masacraba millones de indígenas en América. Inventamos la imprenta para iluminar al mundo, pero también la usamos para adoctrinar, para justificar la esclavitud, para cimentar el poder de unos pocos. Nos gusta pensar que con cada era nos volvemos más civilizados. Que dejamos atrás la barbarie de los circos romanos, la quema de brujas, las guillotinas. Pero, ¿realmente cambiamos?
Las hogueras del pasado son hoy bombardeos. Las guillotinas han sido reemplazadas por drones y misiles. Ya no arrancamos cabezas en plazas públicas, pero asesinamos en silencio, con la frialdad de la tecnología. Los imperios de antaño siguen aquí, disfrazados de democracias.
Rusia invade Ucrania con el descaro de un césar moderno, y el mundo observa, indiferente, redactando tibias condenas en cumbres diplomáticas. Israel y Palestina se consumen en llamas por decisiones tomadas hace un siglo en despachos lejanos, y hoy, un aspirante a emperador global decide que Gaza debe convertirse en un paraíso de hoteles y casinos. La humanidad calla. Se limita a redactar cartas de rechazo, a seguir el protocolo, a mirar para otro lado.
Este mismo emperador, revestido de un delirio narcisista, pone sus ojos en Canadá, en Groenlandia. No con bombas, no con tanques, sino con el arma más efectiva de nuestra era: la asfixia económica. Lo mismo hace con el resto del mundo, sometiéndolo a un nuevo orden donde el poder absoluto es encarnado por un hombre de piel anaranjada y ambiciones desmedidas. Pero el horror no se detiene en las altas esferas. Sus propios seguidores, los ciudadanos que lo elevaron al trono, son también víctimas de su poder. Inflación descontrolada, derechos pisoteados, justicia amañada, privacidad violada. Un imperio del miedo, sostenido por un séquito de fieles dispuestos a blindarlo con leyes, a proteger su impunidad. Y el resto de nosotros, meros espectadores, observamos impotentes cómo nos arrollan.
¿No se suponía que habíamos aprendido? ¿Que la historia nos había mostrado el precio del odio, de la codicia, de la ambición desmedida? ¿Cómo justificamos el despojo de millones de palestinos para construir campos de golf y lujosos resorts? ¿Cómo permitimos que un puñado de millonarios decida quién merece vivir y quién debe ser borrado del mapa?
Nos gusta creer que superamos el racismo, que dejamos atrás las sombras de la segregación. Pero la historia es cíclica, y las mismas injusticias se repiten con distintos nombres. Hace apenas unas décadas, en la nación más poderosa del mundo, los negros no podían entrar a los mismos baños que los blancos. Hace un suspiro, Rosa Parks fue humillada por negarse a ceder su asiento. Hace un instante, George Floyd fue asesinado en plena calle, ante las cámaras, ante nuestros ojos. Y hoy, ese mismo país lleva a cabo una nueva limpieza racial, mientras millones aplauden, cegados por el fanatismo. ¿De verdad seguimos avanzando? ¿O solo nos engañamos a nosotros mismos? Hoy, por primera vez en mucho tiempo, me pregunto si no hemos retrocedido. Si el mundo no es más cruel, más despiadado, más inhumano que nunca. Ojalá me equivoque. Ojalá haya algo de esperanza. Pero hoy, por primera vez, no estoy seguro.
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