martes, 22 de junio de 2010

DE COMO SIMÓN PASÓ SUS NAVIDADES





Simón Tomás era un hombre sencillo, de modales mas o menos burdos pero buena gente. Había nacido en el Pérez Carreño en Caracas y había crecido en el “Guarataro” de Petare rodeado de amiguitos con los que jugaba pelotita e´goma todas la tardes. Así creció Simón Tomás hasta los 12 años, cuando se mudó del guarataro de Petare a la cota 905 de la Vega con su mamá cuando se murió el papá envenenado con 16 balas que se tomó sin querer. Al menos eso fue lo que le dijeron, aunque a Simón aquello no le cuadró mucho.

Las navidades de Simón eran siempre muy entretenidas y esperadas con ansias. Desde el 10 de noviembre más o menos ya papá decía que estaban en navidad y le pedía a Filomena del Valle (la mamá) que “lo dejara beber en paz que ya estaban en diciembre”, y se emborrachaba todos los días, quedando normalmente tirado en la acera del frente a la casa por lo que entre Simón y Filomena tenían que meterlo a rastras en la casa. Simón, siempre tan considerado, mientras mamá se iba diciendo insultos y groserías para el cuarto después de dejar a Laurencio Ernesto (el papá de Simón) en medio de la sala como trapo de coleto sucio, Simón empezaba a registrar los bolsillos de papi y poco a poco se iba haciendo sus propios aguinaldos. Al otro día papa ni cuenta se daba de cuanto le había sacado Simón. Además, si le faltaba algo de dinero en un “atraquito” lo sacaba rápido.

Ya como el 18 de diciembre Simoncito tenía suficiente real como para hacerse su propia cena el 24 y el 31 con unos cuantos panitas.

A los 18 años, Simón ya estaba medio maleado pero tipo normal, y Filomena para evitar que se le choteara el muchacho lo mandó para la recluta. Ahí estuvo 2 años el Simón, y cuando salió era otra gente. Filomena estaba contentísima cuando con los aguinaldos de la recluta podían comer pollo y mortadela el 24 gratis, porque a los de la recluta se las regalaban en el comando. Ahora por fin había alguien en la casa que andaba armado pero legalmente. Filomena no pelaba chance para echársela con las amigas de que Simón era militar (que raro que nunca decía recluta!).

A los años, Simón salió corriendo del kiosco de buhonero que había montado en el cementerio con las prestaciones de cuando le dieron la baja en el ejercito por que lo habían llamado al celular para decirle que la pobre Filomena había muerto intoxicada al comerse una empanada que había hecho con una boloña pasada que tenía en la nevera. La vida es así de cruel a veces.

Con lo que había hecho al vender un pedido de casi 900 pantaletas con florecitas de faralao adelante que decían “CÓMEME” y que era una buena plata, Simón le dio a su mamá la mejor ceremonia post mortuoria que podía pagar un buhonero exitoso, y como Filomena del Valle era muy querida en el barrio y muy alegre, el reggeaton no se hizo esperar y la miniteca empezó a “traquear durísimo” al ritmo de las 45 cajas de cerveza que iban y venían en manos de los panas que bailaban en toda la casa mientras la vieja Filomena parecía sonreída en su ataúd en medio de la sala. Era 20 de diciembre.

Simón había tratado de darle a su mamá la mejor vida posible porque pensaba que ella se merecía “vivir como los ricos”, y como el negocito en el cementerio de verdad dejaba buen dinero, pues Simón Tomás, conocido como “El Siete Cueros” entre los demás colegas del gremio, se había dedicado a darle las cosas más lujosas a su mamá. Después de todo aún vivía en su casa y ella se “había jodido mucho” para criarlo casi sola, por que como ella misma decía: “Pol que tu papá lo que hacía era dalme puras moltificaciones y hacelme pasá rabia chico!”.

Como a Filomena le gustaba ver la comedia (la novela pues!) y lo que tenía era un televisorcito blanco y negro de 9 pulgadas que tenía desde que era chiquita, un día Simón le había llegado con un tremendo televisor de 21 pulgadas a color marca “Zoni” con su respectiva antena de bigotes que terminó cambiando por una tapa de ventilador guindada en la ventana por que “así agarraba más señal”. Filomena estaba muy agradecida con Simón por aquel regalo tan bello.

Filomena había trabajado toda su vida como servicio en las casas de los que viven en Chacao y algunos de Santa Paula hasta que se intoxicó. Ahí vio muchas navidades como “los señores” comían turrones italianos y españoles, tomaban vinos europeos y comían panetón de ciento y pico como si nada y le daban a los hijos de 9 años sus respectivos Blackberry y sus PSP para que jugaran en el carro de trasporte escolar. Esto, lejos de entristecerla o hacerle sentir rencor, más bien le alegraba, pues ella veía a aquellos como muchachitos jugando a la casita y que ella les arreglaba el desastre que dejaban. Los niñitos eran como hijos suyos casi, pues los conocía desde chiquiticos y les hacía Toddy escondida de los papás cuando le pedían. Algunos hasta le pedían la bendición.

En la sala de la casa de Filomena del Valle había un afiche de Chávez con la banda presidencial que siempre le miraba sonreído. Filomena había sido una gran chavista desde el comienzo, y aunque nunca le dieron ningún crédito por que no tenía con que pagarlo después, ni el chavismo le cambió la vida para mejor nunca, ella siempre guardó su fidelidad al presidente y decía que era “un muchacho muy bello” cada vez que lo veía en la televisión. Además ella reconocía que si se le había dado muchas cosas a la gente, porque por ejemplo al señor de Altamira le habían dado “madre contrato” con el que se llenó y a la señora de Santa Paula le habían dado tremendo crédito y un carro por el Plan Venezuela Móvil. Por eso y muchas cosas más, Filomena apoyaba ciegamente a Chávez y al PSUV.

A veces, cuando llegaba de nuevo a su casa en la cota 905 oliendo a cloro y jabón, le contaba a Simoncito lo bellos que eran los carritos eléctricos esos como jeep para montarse encima y que “la señora” le había traído de Mayami a los hijos porque allá eran baratísimos, mientras Simoncito jugaba en el patio de tierra sobre los restos de uno de esos carritos de zapatico que parece que nunca se terminaban de dañar y debajo de la ropa secándose sobre los alambres templados que hacían de tendedero. Simón escuchaba aquellas historias de los del Este como si fuera un cuento de hadas y se juró a si mismo que un día el sería así también.

Aquel 24 de diciembre, Simón Tomás, el Siete cueros del Cementerio, en memoria y honor a su mamá se dejó de “caerse a pasiones” y compró una botella del mejor champán que se conseguía en la mejor licorería del valle, compró un pernil al vecino que acababa de matar, 20 hallacas a la señora que siempre hacía para vender y que a la mamá le gustaban tanto y varios turrones “de los buenos”. Montó él solito y por vez primera en su vida la mesa de navidad. Sacó el mantel de plástico más bonito que tenía y puso dos velitas sobre la mesa. Dos platos con su respectiva hallaca, pan de jamón, pernil y ensalada de gallina, dos copas de champán, y se sentó a llorar a su mamá que ahora no estaba con él para poder comerse todo eso como lo hacían los del Este. Al fondo se escuchaban los cohetes explotando y la canción de ¡Uh Ah Feliz Navidad! muy duro en una miniteca del partido socialista que andaba paseando por ahí en un camión, por lo que nadie escuchó a Simón llorando a su mamá…

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