Hablemos de libertad.
Pareciera que el concepto de “libertad” es entendido claramente por todos. Lo asumimos como algo moderno, tácito. Vivimos en un “país libre”, donde podemos hacer lo que queramos, decir lo que queramos, ir a donde queramos. Pero en realidad, esa “libertad” muchas veces es solo una ilusión.
La verdadera libertad es mucho más que un concepto: es un conjunto de derechos conquistados, literalmente, a sangre y fuego por nuestros antepasados en luchas que hoy difícilmente estaríamos dispuestos a dar. Hubo personas que murieron exigiendo y defendiendo los derechos que nosotros disfrutamos hoy desde la comodidad de un sofá.
En Latinoamérica, la independencia de los pueblos se logró tras ríos de sangre derramados en batallas contra ejércitos realistas. Así se rompió el yugo de los imperios europeos. Pero “independencia” no significa libertad.
La libertad es el respeto a los derechos de todos. Son derechos universales, derechos humanos. De allí la existencia de sistemas judiciales. Pero respetar derechos no siempre garantiza justicia, y en esa zona gris —entre libertad, legalidad e independencia— es donde los poderosos juegan sus cartas para coartar la libertad de las mayorías, porque mientras las mayorías dependan de los poderosos, estos seguirán siéndolo. La pobreza, en ese sentido, no es un accidente: es un producto cuidadosamente elaborado.
Esto no es un eslogan ni un pensamiento de etiqueta política. No corresponde a una ideología liberal, conservadora o socialista. Es un hecho verificable.
Veamos un ejemplo: tras la abolición de la esclavitud en Estados Unidos, en teoría millones de personas fueron “libres”. En la práctica, los afroamericanos no podían conseguir trabajo porque eran negros. Se les prohibía el acceso a escuelas, hospitales, tiendas, e incluso podían ser linchados sin mayores consecuencias. ¿Podemos hablar entonces de libertad y justicia tras la abolición de la esclavitud?.
Este ejemplo incomoda a muchos. Hay quienes pretenden borrar la historia y reemplazarla con relatos edulcorados, como si se tratara de cuentos de hadas. Pero estos horrores no sucedieron hace siglos: ocurrieron hace apenas unas décadas. Borrarlos de la memoria no va a ser un trabajo fácil.
No fue sino hasta 1965 cuando se garantizó plenamente el derecho al voto de las personas afroamericanas. Aunque la 15.ª Enmienda (1870) prohibía negar el voto por “raza, color o condición previa de servidumbre”, se idearon mecanismos para excluirlos: impuestos electorales, pruebas de alfabetización, “cláusulas de abuelo” e intimidación. Y el sufragio femenino no llegó sino hasta 1920, medio siglo después del voto masculino.
Tampoco fue sino hasta 1954 cuando la Corte Suprema de EE. UU. declaró ilegal la segregación racial en las escuelas. Eso significa que millones de personas que hoy siguen vivas sufrieron discriminación abierta, se les negó educación y se les trató como ciudadanos de segunda por su color de piel. Rosa Parks, ícono del movimiento por los derechos civiles, murió hace apenas unos años. Todo esto ocurrió hace muy poco tiempo. No es motivo de orgullo, pero sí de memoria: borrar esa historia es negacionismo, y ninguna sociedad en la historia ha prosperado jamás sobre el negacionismo.
Lo que quiero dejar claro es que la libertad no es algo que simplemente existe. Siempre ha requerido luchas, y esas luchas han sido protagonizadas por minorías oprimidas enfrentadas a clases poderosas. Sin excepción. No es cuestión de ideología, es cuestión de hechos. Y, paradójicamente, esas “minorías” casi siempre son en realidad las grandes mayorías: trabajadores, campesinos, mujeres, pueblos enteros. Hoy, al menos 46% de la población de EEUU necesita trabajar más de 60 horas semanales para cubrir sus gastos básicos mensuales. Del 54% restante, 34% asegura tener dos trabajos para poder llegar a fin de mes. Mientras tanto, un muy pequeño grupo acumula fortunas imposibles de gastar en mil vidas. Este fenómeno se repite en casi todos los países, aunque en algunos es mas marcado que en otros.
El secreto está en la cultura. Un pueblo culto es un pueblo consciente y difícil de manipular. Por eso, desde siempre, a los poderosos les ha convenido mantener a los pueblos en la ignorancia: borrar la historia, premiar la mediocridad, sembrar división y resentimiento, etiquetar a los disidentes como enemigos. Esas son sus armas. Mientras tanto, ellos hacen lo opuesto: van a las mejores universidades, acceden a la mejor educación, viajan por el mundo, se enriquecen del conocimiento y lo utilizan para perpetuar su poder. El círculo vicioso se repite.
Hoy deberíamos preocuparnos profundamente por el retroceso de las libertades en el mundo. Existen países donde opinar puede costar la vida, el trabajo o la deportación. Donde un periodista puede ser despedido por “incomodar al poder”. Donde lo que es legal o justo lo decide el “líder”… pero cuando la libertad depende del ánimo de un líder, entonces ya no existe libertad.
Si la libertad de prensa, de opinión, de voto o de protesta depende de la voluntad del poderoso y no del respeto a la ley, a la justicia y a la imparcialidad, lo que tenemos no es libertad: es una simulación de libertad, y en esa simulación solo se es “libre” si se aplaude y glorifica al líder, como ocurre en Corea del Norte, Nicaragua, Rusia o Cuba… Lo digo con conocimiento de causa: soy un periodista venezolano perseguido por mis opiniones… hay países en los que hoy se ha retrocedido 100 años en materia de libertad ante el aplauso de sus propios habitantes…
Jose Calabres

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